Felipe Alaiz de Pablo


Felipe Alaiz 
 (1887-1959)


por Mª Carme Alerm (T.I.V.)

    «Imaginad el manicomio que sería España si tuviera Valle-Inclán medio millón de lectores. Sería cosa de emigrar». Así de escarnecedora es la semblanza que el 31 de agosto de 1934 el periodista y escritor libertario Felipe Alaiz  dedicó a Valle-Inclán desde las páginas de La Revista Blanca de Barcelona. El texto, que sin duda pondrá los pelos de punta a cualquier lector de Luces de bohemia o de Baza de espadas , forma parte de la sección «Tipos españoles», una serie de artículos publicados entre 1934 y 1935, donde el autor pasa revista a destacados literatos e intelectuales de los siglos XIX y XX; posteriormente, éstos y otros retratos escritos en el exilio fueron recogidos en dos volúmenes, también titulados Tipos españoles , que se editaron póstumamente en París en 1962 y 1965, respectivamente. Y es que cinco años después de «imaginar» tan envidiable «manicomio», el que fuera uno de los escritores más relevantes del anarquismo español se vio forzado a emigrar del nada acogedor manicomio franquista; y, claro está, por razones que desgraciadamente poco tenían que ver con el número de lectores de su denostado Valle-Inclán...

    Nacido en Belver de Cinca (Huesca) el 23 de mayo de 1887, Alaiz pertenece, según J. D. Dueñas Lorente (Costismo y anarquismo en las letras aragonesas, Zaragoza, L’Astral, 2000), al grupo del Talión, del que también forman parte Ángel Samblancat, Ramón Acín, Gil Bel y Joaquín Maurín, quienes «vivieron entre 1914 y 1923 un período prerrevolucionario» (p. 293). El nombre corresponde a un semanario de tendencia republicana y encarnizadamente anticaciquista que se publicó en Huesca entre 1914 y 1915. Aunque ni Alaiz ni Acín participaron en la aventura de Talión, Dueñas Lorente cree justificado el nombre en virtud de un comentario de aquél en su folleto Vida y muerte de Ramón Acín, de 1937, donde afirmaba:

Ramón Acín con Bel, Samblancat, Maurín y yo formamos en el Alto Aragón desde 1915 a 1920 una guerrilla con todas las características de alianza antifascista. (cit., p. 43).
    Por su parte, Francisco Carrasquer, autor de diversos estudios sobre la figura de Alaiz, lo sitúa entre los «pioneros de la revolución española de 1936», esto es, la revolución libertaria que tuvo lugar en Cataluña y Aragón entre julio de 1936 y agosto de 1937 («Cinco oscenses: Samblancat, Alaiz, Acín, Maurín y Sender, en la punta de lanza de la prerrevolución española», Alazet, 5 [1993], pp. 9-69). Estamos, pues, ante una figura un tanto olvidada hoy en día, pero sin duda de gran interés a la hora de comprender los entresijos de aquella «guerrilla antifascista».

   Al igual que otros intelectuales anarquistas, Felipe Alaiz procedía de una familia pequeño-burguesa. Su padre, un capitán de infantería que había participado en la guerra de Cuba, le inclinó a la carrera de marino; pero la temprana muerte de éste le dejó el campo libre para dedicarse a su verdadera vocación: el periodismo. Así, tras cursar estudios en Lérida, Huesca –donde coincidió con Ramón Acín- y Zaragoza, colaboró desde 1913 –fecha del primer artículo de que se tiene noticia- en diversas publicaciones aragonesas, como el Diario de Huesca , Heraldo de Aragón , Ideal de Aragón, Floreal , El Ebro , Voluntad , Tierra Aragonesa, Aragón –que dirigió entre finales de 1917 y mediados de 1918 - y la Revista de Aragón (1919-1920), fundada por el propio Alaiz. En este corpus periodístico se combinan ensayos de carácter artístico-literario y relatos costumbristas con artículos de tendencia política y social, en los cuales se percibe la evolución del autor desde un temprano republicanismo federalista y aragonesista, marcado por la influencia de Costa, hacia posturas declaradamente libertarias. Según Dueñas Lorente, el punto de inflexión de esta trayectoria se produce hacia 1917, fecha en que aparece en la revista España el primer escrito alaiciano de signo anarcosindicalista. Al año siguiente, y a instancias de Ortega y Gasset, Alaiz empezó a publicar una serie de crónicas tituladas «Temas aragoneses» en el diario El Sol, donde colaboró hasta junio de 1920. Quizá por aquel entonces tuvo ocasión de conocer a su admirado Baroja, al que acompañó, junto al pintor Miguel Viladrich, en una frustrada aventura electoral del escritor vasco por tierras aragonesas a principios de 1918, tal como relata éste en un jugoso capítulo de Las horas solitarias, editado el mismo año.

   En las dos décadas siguientes la filiación libertaria de Alaiz ya está plenamente consolidada, y su firma aparecerá en multitud de publicaciones de la prensa obrera: Solidaridad Obrera , España Nueva , Crisol, La Batalla, El Luchador, Tierra y Libertad, Revista Blanca.... En diciembre de 1919 participó en el Congreso de la CNT celebrado en el Teatro de la Comedia de Madrid, y al año siguiente ya formaba parte del Comité Regional catalán de esta organización anarcosindicalista. Y es que entre finales de 1920 y principios de 1921 se trasladó a Tarragona, donde escribió, junto a Maurín y Andrés Nin, en el «semanario de estudios sociales» Los galeotes, dirigido por el anarquista Hermoso Plaja. Eran aquellos los años del «pistolerismo», de la brutal represión contra los anarquistas – tan bien reflejada en Luces de bohemia -, por lo que el principal órgano de expresión de la CNT, Solidaridad Obrera, no pudo publicarse en Barcelona. Hasta su reaparición en la ciudad condal, en marzo de 1923, tuvo que editarse en otras ciudades: Madrid, Bilbao, Sevilla y Valencia; en estas dos últimas fue precisamente Alaiz quien se ocupó de la dirección.

    De 1922 es su primer folleto, El trabajo será un derecho, aunque bien pronto el advenimiento de la dictadura de Primo de Rivera amordazará su pluma corrosiva, incentivando, a cambio, su dedicación a la literatura. Así, en 1923 verán la luz en Sevilla dos novelas cortas, Elisabeth y Oro molido, y en 1924 se publicará en Barcelona su único relato largo, Quinet, una novela «parida en la cárcel», según el testimonio del propio Alaiz. Colaborador ocasional en los suplementos dominicales de El Día Gráfico de Barcelona (entre 1928-1929) y autor de otros relatos hoy perdidos –según los datos del capital estudio de Dueñas Lorente-, volveremos a reencontrarnos con su faceta creativa en 1931, año en que aparecerán El voluntario superviviente y Sociología del lobo – en un volumen publicado por la barcelonesa editorial Vértice - y Un club de mujeres fatales, editado en “La Novela Ideal”, donde en 1932 dará a la estampa María se me fuga de la novela y, en 1935, El aparecido . Muy destacable es también su labor como traductor (de Upton Sinclair, Max Nettlau, Dos Passos, Wells, Puig i Ferrater...), así como los folletos y opúsculos que escribió en los años 30: Cómo se hace un diario, La expropiación invisible (1933), El problema de la tierra (1935), Durruti: Biografía del héroe de la revolución de julio (1937), etc.

    Director de Tierra y Libertad –órgano de la FAI– en 1930 y de Solidaridad Obrera entre 1931 y 1932 –lo que le costará unos meses de cárcel–, durante la guerra civil se opuso a la participación de la CNT en el gobierno de la República, motivo que explicaría su confinamiento en Lérida durante el conflicto; desde ahí, sin embargo, siguió en la brecha con la dirección del diario Acracia. En el exilio, y tras una temporada en un campo de concentración del Midi, volvió a la carga escribiendo en las revistas libertarias Ruta, Cenit y CNT (de la que fue director) y publicando diversos folletos, de los que pueden citarse Hacia una federación de autonomías ibéricas (1ªed.: Burdeos, Tierra y Libertad, 1945), Indalecio Prieto, padrino de Negrín y campeón anticomunista (Toulouse, Páginas Libres,1947) y La zarpa de Stalin sobre Europa (Toulouse, Páginas Libres, 1948), entre otros. Así pues, hasta su muerte, acaecida en París el 8 de abril de 1959, permaneció enteramente fiel a la causa libertaria, y no sólo en el ámbito intelectual, a juzgar por el testimonio de Manuel Buenacasa:
Entre otros idealistas de talla, entregados de lleno a la reorganización del Movimiento, figuró uno cuyo nombre vamos a dar porque está muerto. El compañero cachazudo y tranquilo y acaso el menos hecho a las actividades orgánicas se llamaba ¿quién lo diría? Felipe Alaiz («La crisis del movimiento libertario español-CNT», en El movimiento obrero español 1886-1926 (Historia y crítica). Figuras ejemplares que conocí, París, Familia y Amigos del autor, 1966, p. 311).

En estas palabras se adivina, como mar de fondo, cierta reticencia frente Alaiz entre sus correligionarios: «”¡Ese Alaiz!”, decíamos», comenta con sorna J. García Oliver en El eco de los pasos (París, Ruedo Ibérico, 1978, p. 609). Y, en efecto, así es, seguramente por el individualismo de este intelectual, hostil a los mítines, los comités y hasta a las reuniones, que, al igual que Federico Urales y Federica Montseny, creía que «la anarquía no es un régimen, sino que es una conducta en cualquier régimen». Es decir, una «opción ideológica y ética» más que una «forma de lucha sindical», según puntualiza Dueñas Lorente (p. 302). Ello explicaría los reproches que le dirige en diversos lugares F. Carrasquer, como en el siguiente pasaje de su artículo «Samblancat, Alaiz y Sender: tres compromisos en uno» (Papeles de Son Armadans, LXXVI, CCXXVIII [1975], p. 216):

    Veamos si no: en el terreno ideológico no hizo más que escurrir el bulto, en vez de ahondar y aquilatar, dándonos un ersatz de elaboración propia a base de ingeniosas simplicidades que camuflaban su manera superficial y torera de abordar ideas, situaciones y problemas. Y si pasamos a su comportamiento social, aquí es todavía más negado: jamás participó directamente en la lucha del Movimiento Libertario ni en las luchas de la Organización.
Carrasquer recrimina a su correligionario que, como intelectual, no hiciera, «ni mucho menos, todo lo que habría sabido hacer y lo que cabía y debía esperarse de él» («Cinco oscenses...», p. 23), pues era «vago e indisciplinado» (Felipe Alaiz. Estudio y antología por Francisco Carrasquer del primer anarquista español , Madrid, Júcar, 1981, p. 29). Bien, no sé hasta qué punto se puede calificar de «vago» a un intelectual cuya obra periodística ocuparía –según el propio Carrasquer– 67 tomos de unas 300 páginas cada uno...; pero, en cualquier caso, no le falta razón cuando, aun celebrando el virtuosismo estilístico de Alaiz y, en especial, su dominio de la caricatura literaria, pone en solfa la arbitrariedad de sus «filias y sus fobias», singularmente en los casos de Bécquer y Valle-Inclán:

Y aunque no entendiera a Bécquer podría ser por el hecho de que tuviese del Romanticismo una idea vulgar, pero de Valle-Inclán no hay quien lo entienda, a no ser que no pasara de los modernismos del autor de las Sonatas (pese a todo inimitables) y no llegara a su grandioso ciclo del Ruedo Ibérico en que cada línea es materia de reflexión y regodeo intelectual para un goloso de las bellas letras como Alaiz. (Felipe Alaiz..., p. 38).

Efectivamente, el texto que reproducimos a continuación muestra bien a las claras que Felipe Alaiz desconocía no sólo El Ruedo ibérico, sino buena parte de la literatura valleinclaniana. Y las ultrajantes invectivas que lanza sobre las obras que debió de leer brotan de un análisis superficial y, sobre todo, erizado de prejuicios del más rancio puritanismo. «El motivo de todas las obras de Valle-Inclán es el coito» –sentencia–, «pues la obra de Valle-Inclán es un desfile de fatuos gallos y suspirantes gallinas. Sin más ni más empiezan a saltar los gallos sobre las gallinas y eso es todo». No, eso no es todo, naturalmente, pero tampoco lo es, por ejemplo, en el caso de Ramón Pérez de Ayala, en cuyas novelas tan morigerado censor sólo acierta a percibir el «principio activo de la pornografía» («Pío Baroja chapelaundi», en Tipos españoles , II, p. 24). Verdaderamente obsesionado parecía estar Alaiz con esto del erotismo, a lo que hay que unir una buena dosis de misoginia. «Es evidente –apostilla en el mismo lugar- que la novela española resulta una novela entre patética, pedante y pornográfica» (p. 22) -¿«patética» Tirano Banderas?- y «es antibarojiana porque sus mujeres son la clave de todo; de ese español que no es nada» (p. 27). En consecuencia, el único novelista que se salva de su furibundo auto de fe –no en vano le dan ganas de arrojar Sonata de otoño a la hoguera- es su buen amigo don Pío, porque «España tiene novela contemporánea gracias principalmente a Baroja» (p. 27).

      Sin embargo, volviendo a Valle-Inclán, ese «profesor de dandismo» que «daba lecciones caras» (?), lo que más debía de irritarle sería su misma personalidad «anarcoaristocrática». Muy probablemente nunca leyó Alaiz aquellos versos en que el escritor gallego se atribuía «una ala de anarquista y otra ala de santo» («Autorretrato», Nuevo Tiempo Literario, VI [1907-1908], p. 362; apud J. Serrano Alonso [ed.], Artículos completos y otras páginas olvidadas, Madrid, Istmo, 1987); pero, de haberlo hecho, seguramente no lo hubiera comprendido. Como tampoco la peculiar evolución ideológica de Valle, «anticuario», «revolucionario» de boquilla y, para colmo, «funcionario», toda vez que «hombre de tan variado carácter no podía menos de entrar en la plantilla de la República de pescadores y río revuelto por una puerta ancha y fácil para ser el tercer embajador de Roma».
   Se está refiriendo Alaiz, naturalmente, al cargo de director de la Academia de Bellas Artes de Roma  -que por aquellas fechas estaba desempeñando Valle - y, por extensión, a la «protección» que le había brindado Azaña tras la instauración de la República. Hay que tener en cuenta al respecto la inquina de los anarquistas hacia esa «República de oficinistas de todas clases, hasta en cuclillas» («Maragall y la poesía inacabada», Tipos españoles, II, p. 204); pero, por encima de todo, la sombra de la horrible matanza de Casas Viejas, a principios de 1933, de la cual se responsabilizó directamente a Azaña. «Cabe preguntar –escribía Federica Montseny en la misma Revista Blanca - si queda en España un ciudadano con un dedo de frente, una conciencia propia y un alma que no sea de siervo o de eunuco, dispuesto a dar, después de este proceso que ultima a un régimen, una gota de sangre por la república» («Casas Viejas. El proceso de la República», 280 [1 de junio de 1934], p. 457).

   Muchas gotas de sangre se vertieron, a pesar de todo, para evitar que otro enemigo peor, el fascismo, se apropiara del país. Y sin duda en esto, como en otras cosas, Valle-Inclán y su feroz detractor hubieran coincidido plenamente.

Con sus barbas y habitual afición a murmurar, Valle-Inclán llegó a dar hasta miedo. Parece imposible. Tenía en el café un Olimpo para él solo. Pronunciaba la última letra del alfabeto como los contrabandistas andaluces del siglo pasado.

    La manera de llamar la atención consiste en alardear de satanismo. El satanismo es una escuela literaria, rezagada y de calco en España. Tiene siglo y medio de servidumbre en Europa inventando modestas perversiones y empeñando el reloj. Es un dandismo al alcance de todos, como el cielo, el infierno y el ceceo de contrabandista.

    Valle-Inclán se hizo profesor de dandismo. Daba lecciones caras –sus libros son los más caros del mundo-, pero el contenido de las lecciones era de una pobreza conmovedora. Con el dandismo tiene Valle-Inclán una cualidad que supone señorial: la impertinencia. Una impertinencia que después de todo no es más que contabilidad. Para el dandismo y hasta para el satanismo la contabilidad es absolutamente desdeñable.

   Supongamos que un ciudadano inteligente conoce a los duques españoles parecidos a Osuna, prototipo de cretinos y espejo de duques según se desprende de la matizada biografía del de Osuna, escrito en fácil barroco por Marichalar. Aquel ciudadano anónimo y atareado que reputamos inteligente y conoce a los duques, nunca tendrá ínfulas de duque. Pero hay muchos duques arrumbados, sin título, duques de antojo que sueñan en castillos de España. Son más duques que los otros, que los duques de blasón. A estos se les puede comer el ducado un usurero, un tutor, un clérigo o un mayordomo –los cuatro roedores de la aristocracia territorial-, pero a los duques siempre flamantes nadie se les puede comer nada porque nada tienen más que apetito y rencor.

    Cuando se juntan en un mismo nombre el apetito y el rencor, y el hambriento rencoroso es autoritario, sobreviene el fenómeno más curioso del planeta. Si es duque el rencoroso quiere ser emperador y si es oficinista quiere ser jefe de negociado. No se trata de parecerse a Cristina de Suecia, que se elevó desde reina a mujer dando un puntapié a la corona, sino que quiere ser como Napoleón, que descendió a emperador para crear una aristocracia de cocheros y taberneros endiosados –los mariscales - contra la vieja aristocracia de pergaminos, pero con mentalidad de cocinera engreída.

    Valle-Inclán no pudo ser emperador, pero forjó un imperio literario con mariscales procedentes del pescante, marquesas histéricas descendientes de lacayos satisfechos, condes literarios –ajenos a todos los condados - y nobles damas brincadoras como truchas. La aristocracia tiene un papanatismo acentuado en los libros del jesuita Coloma porque Coloma era un contertulio de los papanatas blasonados. Valle-Inclán es un imaginativo que en un tercer piso de pobre se pone a escribir novelas de marqueses sin conocer a los marqueses y sin tener siquiera calefacción confortable.

     Los marqueses de Valle-Inclán son unos insensatos y las marquesas unas chaladas. En realidad, los marqueses y marquesas son, no mejores o peores, sino diferentes. Pero hay que seguir hablando «del marqués» para que las lectoras y los lectores con pergaminos volantes tengan sociedad con marqueses desde las máquinas de coser o desde el tocador.

     La aristocracia, a mediados del siglo XIX, leía lo que hoy llamamos folletones de crímenes. El cine y los deportes arrinconan hoy a los marqueses más que la república, cuyos ricos nuevos imitan a los titulados. Los libros de Valle-Inclán, con tantas águilas, jerifaltes y lobos, son productos de un romanticismo aliñado con dengue estadizo, como si dijéramos en salmuera.

    Al neoclasicismo imitador de Horacio, tan rozagante desde antes de Carlos III sucedió en España un Romanticismo silvestre de guerrillero, un Romanticismo de golpes y porrazo que venía a ser la post-guerra con respecto a Napoleón. La escuela de Rubén Darío fue una reacción contra Romanticismo tan montaraz. Al porrazo sucedió el bordado heráldico afrancesado de Rubén con sus alabardas y sus marchas triunfales. Valle-Inclán empezó a manejar reyes y prelados, reinas, caudillos y magnates feudales. En sus obras aparece de vez en cuando, como relleno y más como contraste un pueblo plagado de lacras, con sus pícaros y sus fantasmones, un pueblo de mendigos, brujas, pastores atontados, viejos sentenciosos, socialistas de novelón y hembras ardientes.

   El motivo de todas las obras de Valle-Inclán es el coito. Siempre resalta la alusión obscena y la indecencia flagrante. Si leéis Sonata de otoño necesitaréis vencer una resistencia enorme para no arrojar el libro a la hoguera. Los personajes van desfilando y contándonos indecencia tras indecencia además de consumar las mayores groserías. Imaginad que los gallos y gallinas pudieran tener todavía más petulancia y explicarnos sus tapadillos y sus broncas. Pues la obra de Valle-Inclán es un desfile de fatuos gallos y suspirantes gallinas. Sin más ni más empiezan a saltar los gallos sobre las gallinas y eso es todo.

   Un puritano de Ginebra, uno de esos puritanos que todavía recuerdan con delirio a Calvino como un anglosajón metodista o un cuáquero a lo Bernard Shaw, verían en la obra de Valle-Inclán un infierno. Los ojos de un lector nivelado que se baña y resuelve sin excitantes prostibularios las exigencias sexuales, ven la literatura de Valle-Inclán como se ve una enfermedad obsesionante ya estudiada en las clínicas, pero apropiada para diluirse en libros y desbordante de melaza de viejo verde, divorciado para mayor claridad.

   En ciertos momentos parece Valle-Inclán un revolucionario, pero de España; o lo que es igual, un revolucionario que endosa la revolución a la literatura y la literatura a la revolución literaria, al grito pelado y a la subversión con merienda pero sin subversión. Otras veces parece un tradicionalista pero también a la española, es decir, con un tradicionalismo de anticuario chamarilero. Hombre de tan variado carácter no podía menos de entrar en la plantilla de la República de pescadores y río revuelto por una puerta ancha y fácil para ser el tercer embajador en Roma. España tiene tres embajadores en Roma: en el Quirinal, en el Vaticano y en cierta Academia llamada de Bellas Artes, a causa, sin duda, de que fomenta la fealdad. Valle-Inclán era el tercer embajador, tan inútil como los otros, aunque más decorativo.

   En el Tizón de la nobleza española como posteriormente en la antropología más auténtica, y anecdóticamente en los libros de Eugenio Sellés quedó demostrado que el origen de la aristocracia es la barraganía, podrá demostrarse documentalmente que la literatura es un complejo de sicalipsis 90 por 100. Insatisfacción enfermiza y patetismo histriónico de los autores, ausencia de ejercicio muscular, incultura, avidez de que se les vea en paños menores, y cazurrismo. Afortunadamente no se leen apenas novelas. Imaginad el manicomio que sería España si tuviera Valle-Inclán medio millón de lectores. Sería cosa de emigrar.

   En la crítica literaria del pasado hay en España producción responsable, como la hay en el área del pincel no ocupada por las bandas de paniaguados que controlan Exposiciones y Academias. En literatura dominan generalmente los colores blanco y verde. En realidad todo es verde. A veces cubre el verde la blancura azucarada del tema; a veces cubre el blanco la consistencia verdosa de los viejos verdosos y redichos. Es un verde turbio y temblón, un verde sin filtrar, verde republicano lleno de euforia barata, un verde de percalina, el verde de los escritores verdes cuyo magnate a sueldo de la República más verde y masoquista del globo es Ramón María del Valle-Inclán.

«Valle-Inclán anticuario, revolucionario y funcionario», Revista Blanca , 293 (31 de agosto de 1934) pp. 664-665; repr. en Tipos españoles , vol. II, París, Ediciones Umbral, 1965, pp. 55-59.




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