El ocaso de la oposición revolucionaria a Franco


Octavio ALBEROLA

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Por fin, la oposición al régimen de Franco («un aspecto clave de la reciente historia contemporánea española»), es objeto de un Congreso Internacional,* y en él estarán (todavía presentes) algunos de sus protagonistas más conspicuos. Por tanto, hoy, la oposición antifranquista, sólo es recuerdo, pasado, y, como tal, accesible a través de vestigios y huellas, de un conjunto de documentos, monumentos y testimonios que han escapado a la acción destructora del tiempo y de los hombres. Es decir: que sólo interesa a los historiadores y a los contemporáneos que leen las obras de aquellos.

Ahora bien, sabemos que la historia (la que los hombres y las mujeres hacen y padecen) tiene poco que ver con la Historia de los historiadores. Que ésta raramente refleja la realidad del pasado, su globalidad y su significación profunda. Que muy frecuentemente los historiadores olvidan o menosprecian, consciente o inconscientemente fragmentos de ese pasado. Que inevitablemente el historiador proyecta en la Historia los intereses y los valores de su tiempo, y que, en general, es a partir de las ideas de su tiempo (y de sus propias ideas) que emprende la reconstrucción de la historia para producir su Historia.
Si, como precisan los organizadores, «la convocatoria del presente Congreso obedece a un objetivo primordial: contribuir al conocimiento, análisis, interpretación y comprensión de la oposición al régimen franquista, tanto en el interior de España como en el exilio», entonces, no sólo creo pertinente sino inclusive esencial analizar en él la faceta revolucionaria de esta oposición; pues sólo así podrá «abarcarse objetivamente el estudio historiográfico de este tema». Y ello por dos razones que me parecen fundamentales:
  • La primera, porque el régimen de Franco se impuso tras el aplastamiento de una de las tentativas revolucionarias más avanzadas y más ejemplares de la historia social de la humanidad. Experiencia que incluso truncada, y a pesar de sus contradicciones, introdujo una esperanza de continuidad en el seno de la sucesión temporal para los que la vivieron y sobrevivieron al triunfo franquista. Esperanza que, además, tardó en convertirse en desilusión y en el renunciamiento actual.
  • La segunda, porque cabe sospechar que el estudio de esta faceta permitirá encontrar explicaciones más válidas y más lógicas a la perpetuación del régimen de Franco durante casi cuarenta años y a las hipotecas que, tras hacer posible la «Transición», aún siguen pesando sobre la «Democracia» que hoy tenemos.
Y, si fueron muchos los intereses y las fuerzas políticas que se conjugaron para acabar con esta intransigente y activa oposición, y que aún siguen conjugándose para enterrarla historiográficamente, es de temer que se persista en ignorarla.
Así, pues, para contribuir a desenterrarla, presento esta comunicación, basada en la documentación primaria y en la línea de investigación que, en su momento, me sirvieron para escribir –en colaboración con Ariane Gransac– el libro El anarquismo español y la acción revolucionaria internacional (1961-1974), publicado en Ruedo Ibérico en 1975, y en mi tesis, sobre«Le déclin idéologique et revolutlonnaire de l’anarcho-syndicalisme espagnol», en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
El título de mi comunicación, «El ocaso de la oposición revolucionaria a Franco», no implica desconsideración alguna hacia cuantos, en el interior de España y en el exilio, lucharon revolucionariamente contra Franco para construir un mundo mejor. Al contrario, considero ampliamente justificado rendirles un merecido homenaje; pero considero igualmente necesario hacerlo a través de un estudio histórico que, a partir del análisis de este indiscutible ocaso, permita hacer más luz sobre los enigmas y la globalidad de ese aspecto clave de la reciente historia contemporánea española.
Además, quién podría negar que la guerra civil fue algo más que una insurrección militar contra el régimen republicano, y que el franquismo fue también algo más que una simple dictadura militar. El carácter clasista, profundamente conservador y violentamente antirrevolucionario del alzamiento y del régimen instaurado por Franco es incuestionable. Los insurrectos –militares, falangistas y clero– se alzaron contra el pueblo y sus ansias de realizar en España una revolución social. El franquismo es fascista porque en esa coyuntura histórica el fascismo tiene el viento en popa; pero fundamentalmente porque el fascismo era, además,  anticomunista y antirrevolucionario. La guerra civil opuso dos campos bien definidos; en el de los defensores de la legalidad republicana no había sólo partidarios de la República, también había numerosos partidarios de la Revolución. Entre ellos había comunistas y socialistas; pues, al menos hasta entonces, sus partidos no habían renunciado oficialmente a la Revolución; pero eran los anarquistas y anarcosindicalistas de la CNT los más decididos a ponerla en marcha. De ahí que las clases pudientes españolas, que instigaron y apoyaron el alzamiento de los militares y la instauración del franquismo, vieran en ellos el peligro más amenazador.
A pesar de los compromisos y dejaciones que la necesidad de «ganar la guerra» les obligó a contraer y asumir (desde la participación gubernamental hasta la militarización, el sacrificio de su obra colectivizadora, etc.), la voluntad antigubernamental y revolucionaria de los anarquistas y de los anarcosindicalistas fue siempre clara y manifiesta. Su obra revolucionaria, durante los casi tres años que duró la contienda, constituye un testimonio fehaciente de esta voluntad transformadora de la sociedad, que los anarquistas españoles habían estado teorizando durante muchos años y que, finalmente, programaron en el congreso de la CNT celebrado en Zaragoza, pocos meses antes del alzamiento fascista. Desde entonces, y a pesar de que la experiencia revolucionaria del 36-39 quedó brutalmente truncada, los anarquistas españoles no han dejado de referirse a la célebre ponencia sobre «el comunismo libertario» y ratificarla en todos los comicios posteriores de la CNT.
Al terminar la guerra, y comenzar el régimen de Franco propiamente dicho, las fuerzas populares –que habían deseado e intentado hacer la Revolución– quedaron prácticamente aniquiladas y desde entonces no han vuelto a ser nunca más un movimiento social importante. Ahora bien, no por ello se puede ignorar el papel que esas fuerzas desempeñaron en el seno de la oposición al régimen franquista, ni considerar como simples víctimas de la represión, los anarquistas asesinados durante el tiempo que duró ese régimen. Hasta comienzos de los años 50, la represión contra los reductos anarquistas fue inexorable y casi exclusiva: no porque fueran los únicos en luchar contra Franco, pero sí porque eran los más activos y decididos.
Nadie ignora que, tras la derrota de Hitler y Mussolini, y no obstante la contribución de los exiliados antifranquistas en la lucha contra las potencias del Eje, las diversas tentativas de relanzar la lucha armada contra Franco no contaron con el apoyo «aliado», y que éstas se saldaron rápidamente en fracasos. Que a partir de esas derrotas (militares, políticas y morales), el antifranquismo, como tal, renunció a la lucha violenta contra el régimen franquista, y sólo los anarquistas persistieron en ella.
La posterior consolidación del régimen franquista por las «potencias aliadas» fue, una amarga decepción para el antifranquismo en su conjunto; pero fue aún más amarga para los anarquistas, pues para ellos significó mayores dificultades para proseguir la lucha violenta contra Franco: ya que éste pudo reprimirlos con mayor impunidad desde entonces, y contar, además, con la colaboración de la policía francesa para perseguir a los activistas anarquistas refugiados en Francia.
En España se había intentado una revolución, y lo que era aún peor: una revolución libertaria. Se comprende que las «potencias aliadas» no quisieran correr el riesgo del renacer revolucionario de un pueblo que podía volver a ser un ejemplo para el proletariado del «mundo libre» capitalista, y que prefirieran a Franco, sacrificando una vez más a los partidarios de la República española.
Así pues, si la cuestión vital para el régimen franquista fue –durante ese período– resistir y esperar tiempos mejores, para el antifranquismo fue esperar (lamentablemente) que los «otros» le resolvieran el problema. Un político de la dimensión de Indalecio Prieto lo confesó crudamente en el 11 Congreso del PSOE en el exilio:
… camino no hay otro [...] que el de servir los deseos de las potencias occidentales reduciéndonos a lo que dichas potencias quieran concedernos…
En esas condiciones, se comprende que todos los partidos y organizaciones sindicales antifranquistas se limitaran a mantener una implantación orgánica y propagandística en el interior de España, y que sólo el Movimiento Libertario Español siguiera preconizando la «acción directa» contra la dictadura franquista, intentando organizar un embrión de resistencia en ciudades y campos de España.
Es cierto que numerosos anarquistas se habían dejado ingenuamente contagiar –en esos años cruciales para el antifranquismo– por el ilusorio optimismo de la «solución pacífica del problema español; que por ello la CNT se había dividido en dos fracciones –la «apolítica» y la «colaboracionista»–; que estas fracciones no dejaron de hacerse la guerra y malgastar sus mejores energías y crédito moral en interminables polémicas orgánicas (1945-1961); y que todo esto hizo aún más difícil la lucha de los activistas anarquistas contra el régimen franquista. Nada pues más lógico que esta división y enfrentamiento, además de la inexorable integración a las nuevas condiciones de vida de España y del exilio, provocaran una incontenible hemorragia de militantes, y que ésta fuera creciendo con el paso de los años y la acumulación de derrotas del antifranquismo (tanto en el terreno de la lucha clandestina, como en el frente diplomático internacional), reduciendo lenta pero inexorablemente los efectivos militantes de las organizaciones clásicas del anarquismo español.
A pesar de todo esto, la contribución de los anarquistas españoles a la oposición al régimen franquista fue indiscutible y leal: tanto por su participación en las dos principales tentativas armadas de 1945 contra Franco (la animada por el Partido Comunista a través de las Juntas de Unión Nacional y la de la Agrupación de Fuerzas Armadas Republicanas Españolas más o menos patrocinada por la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas por el gobierno de la República en el exilio) como después, cuando se quedaron solos para proseguir la acción de los grupos armados en el interior de España.
Así, desde el final de la guerra hasta 1960, en que caen acribillados por las balas de la policía franquista el infatigable guerrillero anarquista Francisco Sabater Llopart y los cuatro miembros de su grupo que le acompañaban, la lista de anarquistas víctimas de la represión franquista no cesa de crecer. En ella hay que resaltar la caída de más de 16 comités de la CNT en España.
Recordemos que, al comenzar la década de los años 60, la España franquista movida por una calculada vocación europeísta, se aprestaba a aplicar la nueva Ley de Orden Público (promulgada en junio de 1959) con miras a dar a la represión una faz más jurídica, y por eso, por ser una pervivencia de los viejos esquemas resistenciales, causa tanta sensación el episodio del enfrentamiento entre las fuerzas de la Guardia Civil y el grupo de anarquistas encabezado por Francisco Sabater Llopart.
Además, en 1960, los años de terror violento y de miserias sin fin habían quedado atrás; España era casi ya una nación como las otras; sin embargo, «el pueblo no está aún maduro para ejercer las libertades democráticas». En efecto, el descontento popular era cada vez más agudo y de ahí que en esas condiciones la represión se orientase principalmente hacia los núcleos obreros y estudiantiles que venían animando importantes luchas sociales y revueltas en los centros universitarios. No obstante, la oposición antifranquista clásica seguía naufragando; mientras, en el exilio, se aceleraba el proceso de integración de los exiliados en los países de acogida, acentuando el divorcio que, desde el comienzo de la lucha antifranquista, había existido entre éstos y los que, en España, seguían luchando contra Franco.
Pero no hay que olvidar que, también en 1960, comenzaron a sentirse los efectos estimulantes de las luchas antidictatoriales en América Latina, y que la caída de Batista, tras el triunfo de la gesta castrista, provocó el despertar de la conciencia en muchos antifranquistas del interior de España y del exilio, estimulando el renacer de las tendencias de acción directa y de unidad antifranquista.
En efecto, dos meses después de ser asesinado Sabater, las acciones del DRIL (Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación) y la inmediata reacción del régimen agarrotando a uno de sus militantes, constituyeron un signo manifiesto de la reactivación del antifranquismo y de sus ansias de unidad de acción. En esta efímera organización clandestina, que se quería unitaria, militaron desde republicanos y socialistas hasta comunistas (todos ellos cercanos a los medios masónicos españoles y portugueses), y también participaron anarquistas en algunas de sus acciones (como, por ejemplo, en el espectacular secuestro del transatlántico portugués «Santa María»).
No cabe la menor duda de que, en 1960, la indiscutible permanencia de las estructuras dictatoriales del régimen franquista, el inmovilismo de la Oposición oficial y la descomposición sociológica del Exilio, los entusiasmos revolucionarios despertados por las luchas de liberación en América Latina, África y Asia, las crecientes y flagrantes contradicciones entre la teoría y la práctica de los partidos y estados que afirmaban inspirarse en el marxismo y los fracasos sucesivos de todos los intentos de solución pacífica del «problema español», despertaron un comienzo de autocrítica en el seno del antifranquismo y una nueva exigencia de unidad de acción.
Entre los anarquistas, eran cada vez más numerosos los que hacían oír sus voces exigiendo la UNIDAD y reemprender la acción violenta contra el franquismo. Así, en el Congreso de la CNT celebrado en Limoges en 1961, se reunificaron las dos fracciones de esta organización que se habían escindido en 1945 y aprobaron –en sesión reservada– un dictamen para a reactivación de la lucha clandestina. En este dictamen se invitaba a las otras dos ramas del Movimiento Libertario Español a constituir un organismo secreto llamado DI (Defensa Interior) para «dinamlzar» y «coordinar» a acción subversiva contra e régimen franquista.
También en este congreso fue ratificado el Pacto de Alianza Sindical (CNT-UGT-STV) y se acordó propugnar, cerca de las otras fuerzas antifascistas, la constitución de un Consejo Nacional de Defensa, para coordinar e impulsar la acción de todo el antifranquismo contra el régimen franquista.
La reunificación confederal y la adopción de los acuerdos de lucha clandestina, alianza sindical y unidad antifranquista, que por primera vez desde el final de la guerra formaban una línea estratégica más o menos coherente y realista, galvanizaron los entusiasmos libertarios. La FAl y la FIJL decidieron contribuir a su aplicación, particularmente en lo que se refería al dictamen del DI, pues muchos anarquistas veían en él un instrumento idóneo para relanzar la lucha contra el régimen franquista y revitalizar la vocación revolucionaria del anarquismo. Particularmente la militancia juvenil, que, ante el inmovilismo impuesto por los comités de las otras dos ramas del MLE, habían abandonado la Comisión de Defensa (organismo coordinador de las «actividades conspirativas» de la CNT-FAI-FIJL) y que, ante la nueva posición de la CNT, decidió rápidamente la reintegración de su delegación en la Comisión.
Sin embargo, este entusiasmo no fue suficiente para desmontar los recelos y enconos suscitados durante los años de separación y de enfrentamiento entre las dos CNTs. Sobre todo entre aquellos que, pretextando la defensa de un purismo ideológico, que estaban muy lejos de sentir y practicar, se habían opuesto a la reunificación. Así, mientras unos se movilizaban, dentro y fuera de España, para reactualizar la lucha antifranquista y las ideas libertarias, otros lo hacían en sentido inverso, reactualizando y agravando los sectarismos que habían contribuido a la esclerosis ideológica y revolucionaria del anarquismo español. Pero a pesar de esta oposición, el organismo conspirativo secreto (DI) fue finalmente constituido, y, a partir del mes de junio de 1962, recomenzaron las acciones violentas contra el régimen franquista. El Régimen reaccionó intensificando la represión contra los medios libertarios del interior de España, mientras la prensa seguía manteniendo la falacia del «complot terrorista internacional» atribuido a los comunistas; sobre todo después del atentado (fallido) contra Franco en San Sebastián.
Secundando al Régimen, la prensa española abundó en el sentido de la amalgama terrorista para justificar la oleada represiva que se había extendido por todo el país. En el lapso de dos meses, la «liberalizada» justicia franquista celebró seis consejos de guerra sumarísimos, y el total de condenas ascendió a más de 360 años de cárcel, sin contar la condena a muerte pedida contra el estudiante libertario catalán Jorge Conill Valls. En efecto, a finales de septiembre, y casi simultáneamente con el consejo de guerra que juzgó y condenó a 20 años de reclusión a Ramón Ormazábal (dirigente comunista), Jorge Conill era juzgado y condenado a 30 años, en otro consejo de guerra sumarísimo, después de que el fiscal retiró la petición de pena de muerte como consecuencia de la intervención del cardenal Montini (futuro Papa) en favor del estudiante libertario catalán.
La brutalidad de la oleada represiva contra todos los sectores del antifranquismo provocó, como en otras ocasiones, un movimiento internacional de protesta. Los comunistas –como siempre– movilizaron a sus partidos en el mundo entero para defender a sus presos; pero esta vez los jóvenes libertarios se movilizaron también con rapidez y eficacia, realizando acciones de gran resonancia que contribuyeron a una importante sensibilización de la opinión pública internacional.
A partir de ese momento, y hasta que el DI fue «enterrado» en el congreso de la CNT de 1965 por el sector inmovilista que había recuperado el control orgánico de esta organización, el activismo anarquista antifranquista fue protagonizado de nuevo por los jóvenes libertarios, y es a ellos a quienes corresponde la responsabilidad y el mérito de la reactualización internacional del anarquismo que esas acciones produjeron en el curso de esos años.
La actuación de las Juventudes Libertarias se prolongó más allá de la disolución del Dl, y sólo al disolverse la FIJL en 1968, bajo el impacto del Mayo francés, el activismo anarquista volvió a ser protagonizado por grupos juveniles residuales, no estructurados orgánicamente en ninguna de las tres organizaciones del Movimiento Libertario Español.
La constitución del Dl fue, pues, determinante para la reactivación de la lucha antifranquista en el curso de esos años. Esta reactualización fue el resultado de los siguientes factores: la aparición de nuevas generaciones de militantes anarquistas, su capacidad para dar a sus acciones una gran resonancia mediática y despertar –igualmente– una gran simpatía (no sólo por estar basadas en el principio ético de la solidaridad revolucionaria, sino también porque en ellas se excluía toda derivación terrorista) y su decidida denuncia de la esclerosis revolucionaria del militantismo anarquista clásico y oficial, inclinado al inmovilismo y demagogia del resto de la oposición antifranquista. Es decir: porque la denuncia del activismo juvenil de esos años coincidió plenamente con las denuncias y las aspiraciones del movimiento internacional de rebelión juvenil que atravesó toda esa década.
No obstanteeste activismo falló todas sus tentativas de abatir la «cabeza» del régimen franquista para acelerar el proceso de liberación del pueblo español, y tampoco pudo impedir el ocaso de la oposición revolucionaria que, en esas condiciones, no contó para nada cuando las otras fuerzas decidieron llegado el momento de proceder a la «Transición a la Democracia».
Es quizás tarde para especular sobre lo que habría sido la Transición, y la Democracia que la habría seguido, si Franco hubiese desaparecido antes, si no se le hubiese dejado el tiempo de dejar todo «atado y bien atado»; pero es indiscutible que la perpetuación del régimen franquista por tantos años ha sido decisiva para que la Democracia que hoy tenemos sea lo que es. La responsabilidad de la oposición revolucionaria es evidente; ya que no sólo no pudo precipitar la caída de la dictadura, sino que ni siquiera supo respaldar consecuentemente a los activistas que relanzaron la lucha antifranqusita en la década crucial de los años 60. Pero también lo es, igualmente grande, la responsabilidad del resto de la oposición a Franco; pues ésta se resignó, casi desde el principio, a que la Democracia volviera a España cuando «otros» lo decidieran.
El ocaso de la oposición revolucionaria fue estratégico y combativo; pero también fue ético e ideológico. Y es por ello que este ocaso no concierne al activismo anarquista de ese último período de la oposición al régimen franquista; puesto que, además de reactualizar la lucha contra Franco, denunció la decadencia ideológica y la demagogia revolucionaria de esa oposición que aún seguía reclamándose partidaria de la Revolución. De ahí que, al hablar de oposición revolucionaria, sea necesario precisar a que concepto de Revolución se refiere.

Estado de la cuestión

Sobre el anarquismo español (desde sus orígenes hasta el final de la guerra civil) se han escrito bastantes libros y extensos capítulos le han sido dedicados en muchos otros. Pero en general, y tanto si han sido escritos por «historiadores imparciales» o por actores más o menos cercanos a su actuación (militantes, simpatizantes u opositores), en todos ellos se reconoce el importante papel desempeñado por el anarquismo en la historia contemporánea de España.
Sin embargo, sobre la etapa que va del final de la guerra hasta la muerte de Franco, poco es lo que se ha escrito sobre él. Ni siquiera sobre la década de los 60, que ha pasado casi inadvertida (inclusive en las conmemoraciones de la efemérides del «68»), a pesar de que en el curso de ella se produjo la «inesperada y sorprendente» reactualización de las ideas anarquistas.
Es más, pese a que, en lo que concierne a la oposición al régimen de Franco, también se han escrito numerosas obras, en muy pocas de ellas se ha estudiado la faceta de la oposición revolucionaria con el interés y la importancia que ésta me parece merecer. Esto da a pensar que, o bien la información al respecto es insuficiente, o que se la desconsidera deliberadamente.
Sin regatear méritos a lo publicado hasta ahora, tengo la convicción de que aún queda mucho terreno por desbrozar y muchas cuestiones fundamentales por plantear: tanto en lo que respecta a esta faceta (que yo he denominado «oposición revolucionaria», no sólo en función de sus métodos de actuación, sino fundamentalmente porque su antifranquismo trascendía el aspecto puramente político de la lucha contra el régimen franquista), como sobre la globalidad de lo que fue y significó históricamente la oposición a Franco, a lo largo de los casi cuarenta años de permanencia de éste en el Poder.
No quiero decir que en algunas de esas obras escritas, no se aborde esta globalidad, ni que se eviten las cuestiones difíciles y comprometedoras; pero tengo la impresión de que no se ha abordado todavía el tema con el distanciamiento político requerido. Que no se ha hecho un balance histórico global con la suficiente dedicación y aprovechamiento de los importantes medios de investigación que la amplitud y complejidad del tema exigen.
Pues no hay que olvidar que, si las incógnitas y las zonas de sombra son aún demasiado numerosas, también lo son las hipotecas que sobre ellas hacen todavía pesar la cercana Transición y la fragilidad de la Democracia alcanzada. Es de esperar que este Congreso contribuirá a levantar esas hipotecas y a estimular –particularmente en los medios universitarios– una investigación más rigurosa, más desapasionada y de un más alto nivel científico, que la realizada hasta ahora sobre este «aspecto clave de la reciente historia contemporánea española».

Algunas precisiones y orientaciones metodológicas

Todos sabemos que la concretización cotidiana de los acontecimientos no refleja siempre y con rigor el desarrollo de las tramas históricas de la dominación y de la rebelión, y que ésta es una de las razones por las cuales la Historia no se corresponde exactamente con la historia. Que los acontecimientos, que modelan el «presente» y condicionan el «futuro», surgen, transitan y se desvanecen con sospechosa e ilógica incoherencia: ya sea por su dispersión en el fárrago diario o por ser desnaturalizados intencionadamente por los medios de comunicación o por las demagogias partidistas. Que el lenguaje se presta a toda clase de usos, sirviendo indistintamente, y con la misma eficacia, a la causa de la rebelión del hombre que a la de la dominación y manipulación de las masas. Y que, incluso esforzándose en mantener una escrupulosa imparcialidad, también los historiadores están bajo influencia: de sus opiniones políticas o religiosas, y del sentido que asignen a la historia. Por tal razón, y sean quienes sean los que la escriban, la Historia de la rebelión y la Historia oficial constituyen cada una el envés de la otra.
La historia del historiador, y por consiguiente la Historia que él escribe, no contiene, además, todos los hechos, todo lo acontecido; sólo aquello que, por su importancia, considera «digno» de ser salvado del olvido. Que, en este sentido, la Historia nunca será «total», pues ella siempre será el fruto de una doble opción: la de los contemporáneos y sucesores inmediatos (o mediatos) de los hechos, que sólo han dejado constancia de aquello que les parecía merecer la pena de ser preservado, y la del historiador, que es quien, después utiliza estas informaciones (interpretándolas, valorándolas y seleccionándolas con su propia subjetividad).
Ya Albert Camus dijo que «la historia, como un todo, no podría existir más que a los ojos de un observador exterior a ella misma y al mundo»; no queda, pues, más remedio que asumir esta imposibilidad y contentarnos, para «conocerla, interpretarla y comprenderla», con lo que de ella ha quedado (documentos, vestigios y testimonios) y con lo que, parcial o «globalmente», sobre ella han escrito los protagonistas, los testigos los investigadores.
Es por ello que, sin renunciar a esta quimérica visión de la historia como un todo, y teniendo siempre presente que las ideas y los intereses nos condicionan en cierta manera, he intentado entrever sus grandes líneas directrices, sin otorgarme, claro está, el derecho de emitir conclusiones definitivas sobre sus partes o sobre ese todo restituido en una unidad recompuesta. De la misma manera que, sin tomar en su sentido exacto la afirmación según la cual la historia es el conjunto de los actos de los hombres y lo que éstos inscriben en la materialidad social (porque así lo han querido o porque así lo imponen las leyes de la historia), he reconocido en los protagonistas una cierta voluntad de hacerla y en las ideas y proyectos que les inspiran (sustentados por un «imaginario social» más o menos radical) los elementos dinámicos de las sociedades. Y tanto más si se considera que el «social-histórico» es congénita y estructuralmente conflictivo. No por que en él se opongan dos realidades contradictorias, sino porque en él intervienen dos fuerzas desfasadas y antagónicas: la que trata de mantener lo instituido y la que pretende romper la inercia que lo instituye y lo mantiene.
Así, pues, por considerar que la «oposición revolucionaria al régimen franquista» era la única fuerza que se oponía, a la vez al franquismo y a todo lo que lo había instituido y mantenido durante cerca de 40 años, mi comunicación tiene por objetivo incitar al «conocimiento, análisis, interpretación y comprensión» de su historia. En este sentido, esta comunicación aspira a prolongar una reflexión más global, comenzada hace ya algunos años, sobre estas dos fuerzas «desfasadas y antagónicas» que han contribuido de manera decisiva a que la historia contemporánea española sea la que ha sido.
Estructuralmente, esta reflexión comporta tres partes: una consagrada al estudio de las nociones fundadoras y los principios éticos que están en el origen de la ideología (supuestamente emancipadora) del Movimiento Obrero; otra sobre el desarrollo y evolución ideológica de las organizaciones de masas que, desde la mitad del siglo XIX hasta el final de la guerra civil de 1936, sirvieron a las diferentes corrientes autoritarias y antiautoritarias del socialismo para forjar las grandes acciones emancipadoras de nuestro tiempo; y una tercera, dedicada al estudio de la acción y continuidad de estas organizaciones, en el interior de España y en el exilio, durante la existencia del régimen franquista.
Metodológicamente, esta reflexión se apoya en un examen crítico de la Historia existente (conjunto de obras escritas hasta hoy –parcial o globalmente– sobre la historia del anarquismo español y de la oposición revolucionaria al franquismo), así como en mi propia experiencia, por haber participado en esta oposición desde los años cincuenta.
Por tal razón, y bien que inscrita en un marco cronológico preciso y global, mi trabajo no constituye –propiamente hablando– una Historia más de la oposición a Franco, sino más. bien un aporte dialéctico para contribuir a su «conocimiento, análisis, interpretación y comprensión». En consecuencia, mi interés mayor ha sido descubrir las influencias y las filiaciones que han forzado a estas organizaciones a «evolucionar» o «retroceder», ya sea en razón de la lógica misma de sus nociones fundadoras o por la obligación en que se han encontrado sus militantes de adoptar o transformar los principios en función de las circunstancias históricas. Subsidiariamente, aunque con el mismo interés y rigor crítico, también he buscado respuestas al ocaso de esta oposición y a la permanencia del régimen franquista durante tantos años.
Para preservarme contra el riesgo de una excesiva parcialidad y de no tomar la suficiente distancia con la experiencia política, así como por un sincero deseo de claridad, me he esforzado en no emplear una terminología vaga, imprecisa, y en no utilizar los mismos términos para designar realidades distintas. He procurado distinguir los diferentes puntos de vista que, en el interior de una concepción reclamándose de los mismos fines éticos y políticos, y de un método aparentemente idéntico para analizar las relaciones de fuerza sociales, entran en conflicto a pesar de perseguir el mismo objetivo.
A pesar de no creer que exista un patrón único para distinguir y medir (en política) las buenas o las malas acciones, ni para la atribución de calificativos y el uso de vocablos apropiados, sí que me ha parecido necesario intentar establecer una relación unívoca y recíproca entre cada término y su significación. Especialmente en todo lo relacionado con el término revolución. No sólo porque su uso exige hoy una permanente aclaración y redefinición, sino también porque es a partir de él que el título de la presente comunicación adquiere un sentido bien preciso. Por supuesto, otro muchos vocablos «conflictivos» (como por ejemplo: democracia, reformismo, terrorismo, etc.) requieren, y han merecido también de mi parte, el mismo tratamiento.
Rechazar toda clase de maniqueísmo ha sido, pues, mi preocupación constante, y debería serlo para todos los que emprendan este tipo de estudios y reflexiones. Es necesario hacer una clara distinción entre los discursos y los actos, así como esforzarse en aplicar –en todo momento y situación– nuestras definiciones a los unos como a los otros: según lo que hacen o lo que han hecho, no tan sólo según lo que dicen o decían querer hacer. En este sentido, diferenciar los discursos de los actos y reconocer en los conceptos su carga ética y su sentido ontológico, no constituye una ideologización camuflada, sino todo lo contrario: situarnos en un contexto de coherencia semántica y consecuencia científica en la búsqueda de la «verdad» histórica.
Por último, en lo que concierne a la bibliografía existente sobre esta oposición, y dada la masa considerable de obras y de autores, así que de los puntos de vista diferentes y divergentes en ellas expuestos y por ellos expresados, sólo me queda insistir en que ningún criterio de selección puede ser retenido como satisfactorio, y que, por lo mismo, todas merecen el interés de ser leídas y consultadas; pues, en cierta medida, la mayoría de esas obras también son parte integrante de esa historia.
Nota
* Se refiera al Congreso Internacional organizado por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en 1988. El Congreso presidido por el entonces ministro de Cultura Jorge Semprún se celebró en Madrid y contó con la participación de numerosos historiadores, políticos, testigos y protagonistas de la historia de la lucha contra la dictadura franquista. Entre quienes participaron se encontraba Octavio Alberola.

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